Un destino en Común

 Nallacier

Era Francisco Javier, hijo de un matrimonio de excelente situación económica, por ende, criado con todas las comodidades y educado en los mejores colegios de esa época.

En otro extremo de la ciudad vivía Eduardo, cuyos padres no tenían siquiera el dinero suficiente para alimentar a sus hijos. Cuando este niño tenía más o menos 11 años de edad, optó por irse de su casa a vivir debajo de un puente con otros niños; esto lo hizo para que sus hermanos tuvieran un poco más de comida. Estudió hasta esa edad, leía malamente y apenas sabía escribir su nombre; lo que más le gustaba era matemáticas, porque tenía que distribuir bien los pesitos que le pagaban por los “pololos” que hacía para poder alimentarse y comprar ropita, que no era siempre, porque la gente donde trabajaba se la regalaba por ser un niño muy atento y honrado.

Todos estos niños vivían felices y se querían como hermanos; tenían sus grandes amigos, los perros callejeros a quienes les daban parte de la comida que compraban para ellos. Como en esos años no se conocían las drogas ni los carretes de hoy, estos niños crecieron sin vicios.

Los años fueron pasando, Francisco Javier, al terminar sus estudios se hizo cargo de la empresa de su padre, pues éste ya se sentía cansado, y su salud no era apta para continuar trabajando ,día a día se sentía más enfermo, y pese a tener la atención de los mejores médicos, dejó de existir.

Meses después falleció su madre. Francisco Javier quedó solo con la servidumbre y al frente de la empresa que pasó a ser suya por ser hijo único.

Con el correr del tiempo conoció a una joven de la cual se enamoró, siendo correspondido y concretaron ese amor en matrimonio. Nacieron dos hijos y una hija, la que siendo ya una señorita se casó. No quiso dejar la casa de sus padres, ahí nacieron y crecieron sus hijos, junto a sus abuelos quienes los adoraban. Sus hijos también se casaron, pero sólo visitaban a sus padres para cobrar el dinero que les correspondía por la empresa.

En cambio Eduardo, “Don Lalo” para los que lo conocían, se fue quedando solo, la mayoría de sus amigos fallecieron por enfermedades producto de esos inviernos tan lluviosos y fríos. Otros se fueron a casa de sus parientes. Don Lalo perdió el contacto con su familia, quedando con la compañía de su fiel perro Cholito, que nunca lo abandonó.

Francisco Javier dejó la empresa en manos de sus hijos, se dedicó a cuidar a su esposa que enfermó gravemente, y pese a todos los esfuerzos médicos, no logró sobrevivir. Siendo esto para Francisco Javier un golpe muy duro, porque su esposa era y sería para siempre el amor de su vida.

Siguió pasando en tiempo, sus nietos ya jóvenes hacían fiestas continuamente en su casa con amigos y amigas. El abuelo Francisco, ése que se dio por entero a ellos era un estorbo. Le decían: - “Abuelo, ¿por qué no te vas a tu pieza? No queremos que nos des lata con tus historias de antaño que nos aburren a todos.”

Pobre don Francisco, sufría en silencio su soledad, lloraba en su pieza, porque pese a tener dinero y una linda casa, no tenía el cariño de su familia, lo ignoraban por ser viejo.

Era tanto el sufrimiento que después de mucho meditar decidió irse de la casa y buscar en otro lugar la felicidad que ahí no tenía. No se lo dijo a nadie de su familia…tampoco lo buscaron.

Caminó durante todo el día, luego llegó al noche. No quería irse a un hotel, deseaba estar al aire libre. Llegó a un puente y sintió ladrar a un perro y a un hombre que lo hacía callar. Habló desde arriba: - Amigo ¿puedo pasar la noche con Ud.? Don Lalo le recomendó bajar con cuidado, y de inmediato le ofreció un jarrito de café. Amanecieron conversando alrededor de una fogata, contándose ambos la vida que habían llevado.

Francisco Javier había pedido compañía por una noche, pero se sintió realmente conmovido por todo lo que le había contado don Lalo, por lo que le preguntó: - ¿Aceptarías que me quedara aquí contigo? Pues pienso que tenemos un destino en común y Dios se encargó de reunirnos.

Desde ese día, a ambos les cambió la vida. Don Lalo nunca más pasó hambre ni frío, y don Francisco encontró un amigo de verdad, con el que se entretenía en el día tirando piedras a los matorrales que había a orillas del río para pegarles a lo sapos que con su croar no los dejaban dormir tranquilos en la noche.

Como este nuevo amigo de don Lalo tenía cuenta bancaria, construyeron en el mismo lugar una pieza bien cerrada que los protegía del frío, además de una estufa y todo lo necesario, incluso una lámpara para tener luz y entretenerse jugando a las cartas y conversar por las noches. Hasta Cholito tenía su propia camita, ya no era necesario dormir entre frazadas viejas ni darle calor a su amo.

Don Francisco se sentía feliz por el cariño con que fue aceptado, y ahí, debajo de un puente, en el que nunca pensó vivir; se sintió el hombre más afortunado en su vejez, junto a don Lalo y al fiel perro Cholito.

 

Fin