Una Navidad Inolvidable

MARINA CASTRO

Cuando ya se aproxima la Navidad, se hace presente en mi memoria lo que me sucedió siendo niña, más o menos entre los años 1947 – 1951.

Yo vivía en el campo, con una tía que me cuidó como hija y un tío; pues mi madre trabajaba de nana en las casas patronales. Economizaba siempre de lo poco que le pagaban para que a mí nada me faltara, ya que del que fue mi padre nunca recibí nada, ni siquiera el apellido.

La casa más cercana de donde yo vivía, estaba más o menos a una cuadra de distancia, ahí vivía un matrimonio más pobre que nosotros, con tres hijos…mis primeros amigos que aún recuerdo: Laly (de mi edad), Ramón y Artemio (menores).

Ellos no querían que llegara la Navidad, pues el Viejito Pascuero a veces no se acordaba de ellos; decían que era injusto, porque a los hijos de los patrones les dejaba los mejores regalos; en cambio a ellos les traía unos pequeños tractores fabricados con carretillas de hilo, con dentado que simulaba las ruedas, fijaban con un clavo un elástico que pasaban por dentro de la carretilla , y al otro lado un pedazo de vela y un palito que servía para darles cuerda y hacerlos caminar. También pelotas de trapo que nosotras, ingenuas, pensábamos las hacía el Viejito Pascuero que nunca vimos. A mí nunca me faltó un regalo; no juguetes, sino ropa o zapatitos.

Días antes de esta fecha, a escondidas, íbamos a la casa de los patrones a mirar por la ventana, y veíamos como arreglaban el arbolito navideño con esferas brillantes, cintas y luces; ya que solo ellos tenían un motor que les generaba electricidad en su casa.

Nosotros no teníamos arbolito. Cortábamos un gancho de pino y lo enterrábamos en el patio de la casa de mis amigos, y como no teníamos adornos, le colocábamos cerezas a medio madurar, papeles de caramelos y recogíamos lana de oveja que quedaba enredada en los cercos para que nuestro árbol pareciera nevado… a nuestro modo, éramos felices.

Al año siguiente, la mamá de ellos enfermó gravemente; mis amigos ya no querían jugar, sólo se quedaban al lado de su mamá, pues el padre tenía que trabajar.

En esos tiempos salían misioneros a los campos, nos enseñaban a rezar y nos explicaban que el Viejito Pascuero no era tan importante, que no nos sintiéramos tristes si no se acordaba de nosotros, que lo más importante era el nacimiento de Jesús y el amor que Dios nos tenía. Nos decían que para Él no había nada imposible si se lo pedíamos de corazón.

Mis amigos lloraban mucho por su mamá, prometieron no desear que les trajeran regalos, solamente que su mamita se recuperara; yo los acompañaba, rezábamos mucho, y con palabras de amor e inocencia le pedíamos a Dios por su salud.

La mamá, a lo mejor por nuestros ruegos y los remedios de hierbas que le preparaba su marido; se fue aliviando poco a poco hasta recuperar por completo su salud, y volvió a compartir con su familia. Luego llegó el día de la Navidad, la última que pasé con ellos, pues nos fuimos a otra ciudad.

Ese año el Viejito me trajo una muñeca con la cabeza de loza y unos faldones como de dama antigua y una camita para que la acostara; además de una pelota de verdad y unos caramelos en forma de cono con un palito para sujetarlos; se llamaban paragüitas, y ahora pienso que, por el sabor y color que tenían, eran de azúcar quemada.

Mis amigos, por primera vez, no llegaron a preguntarme qué me habían traído de regalo ni a mostrarme los de ellos. Fui hasta la casa a visitarlos, y los encontré abrazados a su madre, pero tranquilos…ella lloraba desconsoladamente porque ese año sus hijos no tuvieron ni siquiera una pelota de trapo. Ella no supo que sus hijos le pidieron a Dios que le devolviera la salud, y no regalos.

Al verlos así me dio una pena tan grande, que en silencio, y con todo mi corazón, pedí a Dios perdón por la mentira que iba a decirles: que el Viejito venía muy cansado y que les había dejado sus regalos en mi casa : a Laly le entregué mi muñeca con su cama, y a Moncho y Temo la pelota para que jugaran los dos; mientras yo, siendo una niña de sólo ocho años, me sentía feliz comiéndome mis paragüitas , viendo como acariciaban los juguetes. La mamá me abrazó, me dio un beso y me dijo:

“que Dios te bendiga, eres una buena amiga.”

Al correr de los años me casé, formé una linda familia, nació primero una niña y luego un varón, tengo un maravilloso nieto que tal vez nunca entenderá cómo con tan poco se puede ser feliz.

De mis amigos no supe nunca más, ya no viven ahí; pero yo jamás olvidaré todo lo que vivimos en esa época.

Pese a todo lo bueno que me ha pasado, y lo feliz que he sido, nunca habrá una Navidad tan hermosa e inolvidable como la última que pasé con mis mejores amigos.

                                                                       Fin